La imagen de lo ocurrido la madrugada del sábado 27 de febrero cada día toma colores más desgarradores. Con dolor vamos conociendo de tantas vidas perdidas, el miedo, el desamparo y la destrucción producida por el terremoto y posterior maremoto, junto con la violencia y el pillaje desatado en algunos puntos del país.
Me duele la ligereza de muchos que critican en este momento, o que se esfuerzan en buscar culpables.
Después del terremoto, quedé paralizado y sólo con el correr de las horas fui dimensionando lo ocurrido. Las comunicaciones cortadas hacían difícil saber qué es lo que había ocurrido con nuestros familiares y amigos. Gracias a Dios ya sabemos, todos están bien.
A la parálisis ha seguido la esperanza; tantas manos amigas, de Chile y del extranjero, han comenzado ayudar.
Me queda la reflexión que, en momentos críticos como los que estamos viviendo, nos conocemos de verdad. Por ello, quiero expresar mi más profundo pesar a todos los que sufren en estos momentos la pérdida humana y material, y el respeto que me despierta la grandeza de algunos de ellos que, en medio de su dolor, ayudan a otros que sufren más. Esto es para mí la mejor lección de estos difíciles días.
También reconozco públicamente la vergüenza que me produce el egocentrismo y la pequeñez humana de otros. Pensar sólo en nuestro sufrimiento o demandar ayuda exclusivamente para sí nos hace perder algo que no podemos olvidar jamás: la dignidad... El valor de lo humano y de la solidaridad que decimos caracteriza al pueblo de Chile.
Invito a los que estamos de pie y con nuestros familiares y amigos en buenas condiciones, también a los que han sobrevivido a la catástrofe, a respirar lo más profundo que podamos y agradecer por tener la oportunidad de vivir, siempre se puede y todo se puede... comencemos a construir.